Pitágoras: "Una bella ancianidad es, ordinariamente la recompensa de una bella vida."

Prof. Dra. Adela Beatriz Kohan

Psicogerontóloga, Psicogeriatra y Logoterapéuta

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Castelar, Prov. Buenos Aires
Argentina
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"Se debe fomentar el pensamiento positivo sin dejar que factores como la ansiedad, la depresión o el miedo irracional interfieran en el quehacer cotidiano de los adultos mayores, el envejecimiento no tiene por qué ser estresante"

“Las Personas Mayores son la memoria de un pueblo y maestros de la vida. Cuando una sociedad no cuida a sus ancianos niega sus propias raíces y simplemente sucumbe”

Escuela de Ciencias del Envejecimiento

Colaboraciones

La vejez en las Américas

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Año nuevo en Bariloche

23.12.2013 01:41

Año nuevo en Bariloche

Por Carla Dulfano

             Mi mamá y su esposo se fueron a vivir a Bariloche, en la Patagonia, y yo los visito siempre en año nuevo. Ella quiere que yo le diga “papá”, pero Roberto jamás va a ser parte de mi familia. Cuando llego, me sonríe con esfuerzo. El momento en que me da mi regalo es cuando más le cuesta mantener las comisuras labiales estiradas. Por eso tardo mucho en desenvolverlo, para que él tenga que tensar esa boca de payaso operado, durante el mayor tiempo posible. En el último año nuevo, él se dio cuenta de que yo tardaba mucho a propósito y me quitó el paquete de la mano. Rompió el envoltorio con rabia, como un perro que arranca una cortina con la boca. Sólo que él no usa la boca, sino sus manos, largas y finitas como tentáculos.
Mi mamá lo mira y no dice nada. Me parece que le tiene miedo. Pobre bebé,
por lo menos yo estoy ahí unos días. Ellos viven con ese hombre todo el año. Aunque, quizás al bebé lo trate mejor que a mí, que no soy su hijo. Cuando voy a visitarlos, él coloca mis fotos en una repisa.
Un año, después de despedirme, volví para buscar mi mochila. Lo descubrí guardando  mis retratos en un cajón. Podía haber esperado hasta el día siguiente para quitarlas. Qué tonto. Ni siquiera sabe mentir. Si él fingiera interés, me sentiría más feliz, porque al fin y al cabo las cosas son lo que uno cree que son.
Pero ni actuar sabe, a pesar de que toma clases de teatro. Hace poco tuve
que ir a verlo con mamá. Desperté al bebé para que llorara justo cuando a Roberto le tocaba hablar. Nos miró desde el escenario y se olvidó la letra.  Sólo tenía que decir: “La cena está lista”.
Me dio pena y se lo grité desde mi asiento: “¡La cena esta lista!” La gente se empezó a reír y él me miró como cuando desenvuelve mis regalos. Mamá también se rió pero disimuladamente. Ella es diferente. Me sonríe y me acaricia, aunque siempre está distraída. A veces trato de contarle algo pero, a la cuarta vez que me pregunta el nombre de la maestra, me doy cuenta que no me está escuchando y me quedo callado.
Pronto es año nuevo y tengo que ir a visitarlos al sur otra vez, según dice mi abuela.
A mediados de diciembre, recibo una carta del esposo de mi mamá:

“Querido Pabilito.
  Tu madre me pidió que te escribiera para invitarte a casa, como todos los años.
Te mando el pasaje a través de este medio (o sea en el sobre). Nosotros siempre te esperamos con los brazos abiertos, aunque esta vez tengo una contractura y no sé si podré abrirlos lo suficiente. En todo caso vos podrás abrazarme a mí. Pero no te sientas comprometido a venir, no lo hagas por obligación. Entenderemos perfectamente si no podés. Vos sabés que soy muy respetuoso de la libertad de cada uno.
Bueno, probablemente no puedas venir, así que te pido que lleves el pasaje a la
estación, en Buenos Aires,  para que te reintegren el dinero. Son 540 pesos
con 60 centavos, no hace falta que nos lo  envíes todo.
Nos veremos otro año.
Afectuosamente, Roberto”

No, no hace falta que le devuelva todo, seguramente me puedo quedar con 60 los centavos. ¿Y al final me está invitando o me está des-invitando? ¡Yo no voy nada! –pienso, pero después me acuerdo de mamá y de la cara de Roberto cuando tiene que colocar mis fotos en la repisa del comedor, y eso no me lo puedo perder. No le voy a dar el gusto.
          Viajo al sur. Llego a la estación. Roberto viene a buscarme con la camioneta. Subo; él casi ni me mira. Yo no lo saludo tampoco.
        Llegamos a la casa. La puerta de la cocina se abre y su rechinar interrumpe mis pensamientos. Roberto trae una fuente humeante de fideos. Tienen buena pinta. La quesera pasa de mano en mano hasta que llega a mí. Agarro la cucharita, Roberto me la arranca y vocifera:
-Ya todos le echaron queso a sus fideos, ¿no? Entonces me llevo la quesera a
la cocina.
-Pabo, Pabo –me dice el bebé.
  -Si, pavo con v corta –ríe Roberto.
Me levanto enojado.
-Esta diciendo Pablo, ¡es mi nombre!
-¡Eh! Era un chiste –murmura Roberto.
¿Se está disculpando? ¿Desde cuándo le importa que yo me ofenda? Tal vez
desde que le demostré que puedo ofenderme, como recién… Debí haberme enojado
antes, hace mucho tiempo.
Subo a mi cuarto, en el altillo. Trato de dormir y escucho una discusión
entre mi mamá y Roberto. No entiendo bien lo que dicen pero me alegro de que
mamá no se calle más. Por fin se avivó la pobre.
Busco algún libro en la biblioteca del altillo. Sólo hay libros de Roberto:
“Soy un ser especial” o “El mundo y yo, una relación apasionante, para el
mundo”.
A la mañana bajo a desayunar. Roberto me preparó unas tostadas, esta vez no
me quita el plato como ayer hizo con la quesera; me trata con más amabilidad.
-Roberto –murmuro.
-Me pareció escuchar un zumbido –dice y sacude el matamoscas.
-No, Roberto. Soy yo, que te estoy hablando, quería agradecerte por las
tostadas.
-Por las tostadas y por el gas que usé para calentarlas, vos sabés que en el sur el gas…
-Roberto, yo sé que a vos no te gusta que yo venga pero…
-¿Por qué no vas a saludar al bebé, que ya se despertó? –pregunta Roberto mientras me empuja hacia las habitaciones-. Andá, andá, así te dice pavo de
nuevo, que a vos te gusta.
A la noche vamos a ver a Roberto al teatro. Hay función. Esta vez no voy a
despertar a mi hermanito en medio de la obra. Nos sentamos en la primera fila.
Hace treinta minutos que comenzó la representación, y le digo a mamá:
-Voy al baño.
Termina la obra y Roberto me mira raro.
-Lo hiciste otra vez –gruñe.
-¿Qué? ¿Qué hice?
-Recitaste mi guión.
-No, yo le dije a mamá: “Voy al baño”.
-¡Es lo que me tocaba decir en ese momento!-grita Roberto.
-Lo dije bajito. Además… ¿Cómo vas decir “Voy al baño” después de asesinar
al duque? Nadie va al baño después de matar a otro.
-A ver, Shakespeare, ¿me vas a dar lecciones de guión a mí? ¡Yo escribí esta
obra!
-Bueno, bueno –interviene mama-. No es momento de discusiones, sino de
festejo, la obra fue un éxito.
Roberto sonríe repentinamente como un monstruo al que se le da un sonajero. El y yo nos saludamos con un beso y después los dos nos secamos la cara con la mano. Nos miramos y nos reímos. Es la primera vez que nos reímos de lo mismo. Mamá se va conversando alegremente con el bebé y unos vecinos.
Yo me quedo solo con Roberto.
-Me siento mal –susurra y de pronto cae al suelo como la hoja de un árbol. Todos los espectadores ya se fueron y mama también, ¡no hay nadie! Estoy seguro de
que es un infarto, lo estudié en la escuela. El hospital más cercano está a tres cuadras. Si lo dejo acá se va a morir. Bueno, no es mi problema, al fin y al cabo...
Empiezo a caminar hacia la casa, solo. Me doy vuelta, no sé por qué, y la luz del árbol de navidad de la calle sombrea un poco la cara dolorida de Roberto. Regreso y me lo cargo al hombro, por suerte es bastante flaco y desgarbado. Lo arrastro tres cuadras hasta el hospital del pueblo.
Los médicos lo atienden.
-Bueno, ya está en buenas manos -pienso y estoy dispuesto a irme, pero no sé, por alguna razón no puedo dejarlo solo. Finalmente me quedo con él en la habitación. Dormito en el suelo. Me despierto con su voz:
-Pablito, gracias -dice y me mira un largo rato.
Al día siguiente mamá viene a buscarlo, fue solo un susto, y ya lo mandan a casa.
Es 31 de diciembre y todos estamos cenando.
-Vamos a repartir los regalos -dice mamá y abre una caja con una
camisa para ella, en otra hay un sonajero para el bebe, y otra dice: “Para Pablo”.
Abro el paquete, encuentro unos papeles rotos, son mis pasajes de regreso a
Buenos Aires.
-Quedate a vivir con nosotros –dice Roberto.
-Mirá, no hace falta que digas lo que mamá te pidió.
-Los pasajes los rompí yo, no vuelvas. Acá hay buenos colegios, ya te anoté
en uno…
Roberto me abraza y mamá también, con el bebé a upa.
Veo nuestra imagen reflejada en una de las pelotitas plateadas del árbol navideño y lo que veo es una familia, la mía, no creo que las otras sean perfectas tampoco.
Muy bajito y sonriendo, digo:
-Sí. Seguro la escuela de acá me va a gustar…

Nota: Este cuento es parte de mi novela juvenil, “La sala de profesores”, que ganó una mención del Premio Casa de las Américas de Cuba en 2009
Carla Dulfano